














María Goenaga, integrante del Comité de Expertos y Expertas de la Iniciativa Derechos Humanos en la Política Fiscal, reflexiona en un nuevo documento sobre cómo reforzar la moral tributaria en nuestra región. Medios, ciudadanos, docentes y tomadores de decisión pueden encontrar pistas aquí.
El pago de impuestos es una cuestión cultural. Muestra de ello es que, si bien surgió desde los cimientos de nuestra civilización para cubrir las necesidades de la vida en comunidad, sus características han cambiado con los ires y venires de la historia. Primero, la obligación tributaria se entendía como una forma de explotación a extranjeros, vencidos y/o súbditos, casi siempre ante las monarquías. Luego, con la aparición del Estado moderno, se volvió un asunto obligatorio para todos los ciudadanos, independiente de su clase política o patrimonio.
Desde entonces, y como una especie de veeduría de lo que ocurre con los tributos, las naciones han desarrollado pactos sociales que les permiten, por ejemplo, evitar delitos y comportamientos que favorezcan el incumplimiento fiscal. Esos pactos, nada más y nada menos que las constituciones políticas, deben estar en armonía con los pactos fiscales de cada país. Así lo explica María Goenaga, experta en sociología y educación fiscal e integrante del Comité de Expertos y Expertas de la Iniciativa Derechos Humanos en la Política Fiscal.
Lea el nuevo artículo de María Goenaga para nuestra Iniciativa: 'La importancia de construir entre todos/as una cultura fiscal en América Latina y el Caribe
Cabe anotar que esa relación entre los pactos sociales y los fiscales es la base de nuestros Principios de Derechos Humanos en la Política Fiscal, sobre todo cuando nos referimos a “Proveer servicios públicos para garantizar los derechos” y a que “Los Estados deben movilizar el máximo de los recursos disponibles para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales”.
A su vez, Goenaga, autora del documento sobre el que trata este artículo — ‘La importancia de construir entre todos una cultura fiscal en América Latina y el Caribe’—, sostiene que los pactos fiscales son justamente “la relación más importante entre los ciudadanos y el Gobierno”, porque dejan sobre la mesa quién paga en impuestos, cuánto paga y cómo se gastan estos recursos.
Estos elementos, añade la autora, son particularmente importantes para las democracias de América Latina: “Sus resultados fiscales y la percepción que tengan los ciudadanos sobre estos estarán ligados a la legitimidad de la democracia y a la confianza en el gobierno”. Y es que, según el artículo, el contrato social está debilitándose en nuestra región debido a que los ciudadanos, cada vez más insatisfechos con los servicios públicos, no encuentran suficientes incentivos para pagar sus impuestos. De hecho, la moral tributaria de nuestra región se ha disminuido: según los datos del último Latinobarómetro (2016), más de la mitad de la población latinoamericana (53,4%) consideraba justificable no pagar impuestos.
Ahora bien, ¿cómo hacer para que este pacto fiscal se cumpla? Goenaga se refiere a tres condiciones básicas: que sea confiable, es decir, que las instituciones encargadas de administrar los recursos no sean corruptas, que haya rendición de cuentas y transparencia en el uso de impuestos. Que sea beneficioso, lo que significa que el esfuerzo fiscal esté relacionado con el éxito económico. Y, por último, que sea justo. Como lo dicen nuestros Principios de Derechos Humanos en la Política Fiscal: “Es necesario diseñar una política tributaria justa de acuerdo con los principios de equidad horizontal y vertical, legalidad, igualdad, no discriminación, generalidad, capacidad contributiva, progresividad, y otros principios de tributación justa generalmente incorporados en sus constituciones, en el derecho internacional y en otros marcos complementarios”.
Sin embargo, cuando la población siente que sus gobiernes no hacen redistribución de los impuestos que pagan, como parece ser el caso de América Latina, Goenaga recomienda que son necesarias medidas de los estados para “asegurar una redistribución razonable”.
Entre ellas, la autora menciona el desarrollo de herramientas de medición de actitudes y opiniones fiscales entre los ciudadanos, que incluyan variables como: uso y satisfacción de servicios públicos, nivel de conocimiento sobre el uso social de los impuestos, percepción del cumplimiento tributario, percepción del fraude fiscal, costos psicosociales del cumplimiento, entre otros.
De otro lado, y partiendo de la premisa de que la conducta fiscal adulta sería distinta si se educara adecuadamente a los niños y jóvenes al respecto, Goenaga insiste en que a este segmento de la población —con una baja moral tributaria para el caso de América Latina—, se le debe formar desde las aulas en aspectos como el funcionamiento del sistema tributario, e ideas, valores y actitudes favorables a la responsabilidad fiscal y contrarios a las conductas defraudadoras. Y es que en nuestra región aún faltan Colombia, Nicaragua, Panamá y Venezuela por implementar programas de educación fiscal, mientras solo Brasil, El Salvador y Uruguay los tienen incluidos en los currículos de colegios.
No obstante, el trabajo de pedagogía fiscal con los adultos, los contribuyentes, también es necesario. Para ese propósito es clave el rol de los medios de comunicación: Goenaga menciona que son varios los estudios que demuestran cómo el hecho de que las cuestiones fiscales (principalmente los impuestos) se presenten como algo negativo tiene “efectos perniciosos” sobre el comportamiento de los ciudadanos, mientras es recomendable presentar estos temas en un lenguaje claro y comprensible. Lo anterior implica comunicar, por ejemplo, cómo y en qué se gastaron los impuestos, qué hacen los gobiernos para controlar la evasión fiscal, qué implicaciones tienen conductas como la evasión para las arcas de las naciones, ayudar a entender el concepto de progresividad y el rol que juegan los ciudadanos.
Por último, Goenaga advierte los beneficios que trae para la política fiscal hacer procesos deliberativos sobre las decisiones que deben tomar los gobiernos, es decir, que los ciudadanos puedan participar en debates y decisiones, y aporten desde sus visiones y experiencias a la construcción de políticas más justas y equitativas. Como lo mencionan nuestros Principios de Derechos Humanos en la Política Fiscal, “es necesario asegurar que la adopción de decisiones de política fiscal esté abierta a un debate público informado por procesos de diálogo social inclusivo, amplio, transparente y deliberativo, con base en evidencia sólida y fiable de diferentes fuentes, y mediante un lenguaje accesible. La participación debe ser equitativa, plena, significativa, multisectorial e inclusiva”.
Dialogando con nuestros Principios de Derechos Humanos en la Política Fiscal, dos investigadores del Center for Inclusive Policy escriben un artículo en el que lanzan propuestas a tomadores de decisión, académicos, movimientos sociales y personas con discapacidad.
Las personas con discapacidad son el 15 % de la población mundial, y en América Latina y el Caribe suman 85 millones de personas. Si bien se trata de un grupo heterogéneo, algo tienen en común: enfrentan “diversas y severas barreras para participar en la vida social en igualdad de condiciones”. Su inclusión en las decisiones que tienen que ver con la política fiscal motivó a Alberto Vásquez y a Karina Huertas, del Center for Inclusive Policy (CIP), a escribir el artículo ‘Construyendo Políticas Fiscales Inclusivas para las personas con discapacidad’.
Entretanto, las políticas tributarias de la mayoría de países de nuestra región no generan los recursos suficientes para cerrar las brechas de acceso a servicios para garantizar plenamente los derechos de las personas con discapacidad, y los impuestos regresivos, que no tienen en cuenta la capacidad económica de las personas, tienen un impacto desproporcionado en esta población y sus familias, pues la discapacidad per sé afecta su capacidad económica.
El artículo, que pueden leer completo en nuestra web, se basa en nuestros Principios de Derechos Humanos en la Política Fiscal para orientar sobre cómo incluir la discapacidad en la formulación e implementación de las acciones que emprenden los gobiernos para obtener y asignar recursos públicos. Palabras más, palabras menos: para incorporar un enfoque de discapacidad en la política fiscal.
Vázquez y Huertas justifican este llamado por al menos dos razones: que nos permitirían estar más cerca de alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible y que nuestra región podría asegurar una asignación de recursos “más efectiva, relevante e igualitaria, para promover la inclusión y la participación plena y efectiva de las personas con discapacidad”.
Según señalan los autores en su artículo, de acuerdo con informes de la OMS y el Banco Mundial, las personas con discapacidad tienen menos probabilidades de acceder a la educación, terminar la escuela, conseguir un empleo, formar sus familias y participar en la vida pública y política. De hecho, tienen más probabilidades de vivir en la pobreza y de ser víctimas de violencia, abandono y abuso. ¿Las causas? Discriminación, falta de acceso a servicios generales y brecha en la prestación de servicios para la vida independiente en comunidad.
Ahora bien, invertir en la inclusión de las personas con discapacidad, no sólo es un asunto de derechos humanos, sino una necesidad para la economía de los países y sus políticas fiscales. Vázquez y Huertas citan un estudio de la Organización Internacional del Trabajo que estima que el costo de excluir a personas con discapacidad podría ser de entre el 1% y el 7% del producto interno bruto de un país.
Pero más allá del deber, la inclusión de las personas con discapacidad es una obligación de los gobiernos. La Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) advierte que los Estados Parte, entre los que están Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Uruguay, deben garantizar la realización de todos los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de todas las personas con discapacidad. Esto, escriben los autores, requiere que los gobiernos aumenten y mejoren la calidad del gasto público para ese objetivo, y eviten que en situaciones de crisis económicas o recortes presupuestales se sacrifiquen los recursos destinados a las personas con discapacidad.
Lo anterior está en sintonía con el Principio 11 de nuestros Principios de Derechos Humanos en la Política Fiscal, según el cual los Estados deben asegurar que su política fiscal no genere retrocesos respecto de los niveles de protección alcanzados. En ese sentido, la adopción de políticas y medidas que significan un retroceso en el nivel de goce o ejercicio de los derechos de las personas con discapacidad son contrarias a los derechos humanos.
Lo primero, dicen Vázquez y Huertas en su artículo, es que urge revisar los marcos legislativos de los países para saber si están en sintonía con los de la CDPD. Por ejemplo, gobiernos de América Latina tiene normas que excluyen a ciertos grupos de la definición de personas con discapacidad, o no se considera la asistencia personal o la provisión de ayudas técnicas como servicios necesarios para la inclusión de esta población.
El incremento del presupuesto también es esencial. Sin embargo, el artículo menciona que en la mayoría de países de ingresos bajos y medios, justo donde existen pocas políticas y programas para la inclusión de personas con discapacidad, gastan menos del 0,6 % de su PIB en esta población. Distinto es en países de ingresos altos, cuyo gasto para estas personas es, en promedio, del 1,4% del PIB, aunque eso no siempre significa que sus presupuestos son inclusivos ni que estén en línea con la CDPD.
¿Cómo es entonces un presupuesto en línea con la CDPD? Los autores del artículo mencionan varios atributos: aumentar progresivamente los recursos para la realización de los derechos de todas las personas con discapacidad, incluso con nuevas fuentes de cooperación internacional; garantizar que ningún gasto público genere discriminación ni barreras para la inclusión de esta población, y asegurar que todos los sectores y niveles de gobierno contribuyan a reducir las desigualdades.
Para lograr lo anterior, Vázquez y Huertas mencionan varias medidas que los gobiernos de la región podrían desarrollar para financiar programas y políticas dirigidos a personas con discapacidad: asignar un presupuesto específico del presupuesto nacional, obtener los recursos de una actividad (como los juegos y loterías), financiar por medio del cobro de multas por infracciones vinculadas a las obligaciones respecto al cumplimiento de los derechos de las personas con discapacidad, dar subvenciones a proveedores para ofrecer bienes y servicios a personas con discapacidad y campañas de concientización para los funcionarios que deben destinar recursos a esta población y para la población general.
Sobre las medidas que deberían tomarse respecto a la legislación tributaria, los autores destacan los incentivos fiscales para promover el empleo de personas con discapacidad, para generar investigación e innovaciones que las beneficien y por donar a esta población; las tasas reducidas o la exoneración de impuestos para productos diseñados para el uso personal y exclusivo de las personas con discapacidad, las deducciones fiscales por los gastos médicos, terapias, ayudas técnicas y adaptaciones en la vivienda que requieran las personas con discapacidad.
Si bien las medidas propuestas por los autores pueden ser efectivas e innovadoras para una población relegada de la política fiscal en América Latina y el Caribe, Vázquez y Huertas insisten en un punto esencial: las personas con discapacidad deben tener garantías para participar en las decisiones fiscales que los afectan. Su experiencia de primera mano los hace saber, mejor que nadie, cuáles son los desafíos que enfrentan y qué puede hacerse desde el gasto público para garantizar sus derechos y mejorar su bienestar.
Por esa línea, el Principio 5 de nuestros Principios de Derechos Humanos en la Política Fiscal sostiene que los Estados deben garantizar la participación de las poblaciones tradicionalmente excluidas en la toma de decisiones fiscales. Lo anterior está articulado con la legislación de la CDPD, que obliga a los Estados Parte a celebrar consultas estrechas con las personas con discapacidad y sus organizaciones.
Los países de nuestra región carecen de oportunidades para la participación de las personas con discapacidad en la planificación, formulación, implementación y monitoreo de los presupuestos públicos. Por eso, los gobiernos tienen el imperativo de avanzar hacia una política fiscal participativa, que refleje las prioridades de la población con discapacidad, y que permita su incidencia para promover la equidad y hacer valer el lema “nada para nosotros sin nosotros”.
Lanzamos una nueva serie de documentos sobre las implicaciones prácticas de la relación entre política fiscal y Derechos Humanos. El autor, Juan Pablo Bohoslavsky (quien integra el Comité de Expertos y Expertas de la Iniciativa), explica por qué el Poder Judicial , empresas, universidades, acreedores y otros actores juegan roles determinantes en este aspecto.
Presentamos una serie de documentos que explican cómo deberían incorporar estos principios las empresas, universidades, acreedores, jueces y juezas, y otros actores con responsabilidad en la política fiscal de los países de América Latina.
El 6 de octubre, la Iniciativa participó en el VI Foro Regional sobre Empresas y Derechos Humanos, donde los Principios de Derechos Humanos en la Política Fiscal fueron destacados.