El exmandatario ganó nuevamente las elecciones presidenciales de este país, y mucho de la política fiscal y los derechos humanos puede cambiar, mientras nuestros Principios pueden dar luz a la crisis.
Brasil enfrenta un momento político, social y económico difícil de superar. El gobierno de Jair Bolsanoro (2019-2022) profundizó las divisiones entre quienes apoyan y no apoyan al Partido de los Trabajadores (PT), al tiempo que impuso una agenda económica radical que afectó seriamente las políticas sociales.
Nathalie Beghin, coordinadora de Asesoría Política de Inesc, una de nuestras organizaciones aliadas, escribió un blog en el que explicaba otras de las causas del éxito abismal de Bolsonaro en Brasil, como el miedo y la falta de confianza de los ciudadanos en las instituciones, que hace que se refugien en espacios donde se sienten seguros, como la familia y las iglesias cristianas, “muy bien aprovechadas por la extrema derecha” de Bolsonaro. Esta desconfianza está basada, por ejemplo, en “la brutal desigualdad” de Brasil, donde el 1% más rico posee la mitad de la renta nacional y donde cada año, más de 40.000 personas son asesinadas.
Ahora bien, no todo lo que ocurre en Brasil se explica por el terreno ganado por la derecha. Partamos del hecho de que los 14 años de gobierno con el Partido de los Trabajadores (PT) fueron agridulces: hubo grandes momentos de crecimiento económico con inclusión social, sobre todo con las decisiones y acciones del exmandatario y recién electo presidente, Luiz Inácio Lula da Silva. Sin embargo, el gobierno de la líder Dilma Roussef (2011-2016) careció de la misma negociación política de su antecesor, y tomó malas decisiones en política económica que llevaron a Brasil a niveles históricos de recesión, aumento de la deuda pública, desempleo y pobreza.
En ese contexto, y tras serias acusaciones de corrupción, la Cámara de Diputados de Brasil votó por iniciar un proceso de impeachment contra Roussef que terminó dejándola por fuera del poder en agosto de 2016. En consecuencia, su vicepresidente, Michel Temer, asumió el gobierno (2016-2018) y promovió una medida de austeridad con efectos nefastos para la política fiscal: congelar por 20 años el gasto público federal de Brasil.
Bajo este escenario llegó al poder el hoy presidente Jair Bolsonaro, que aprovechando las divisiones políticas y la mala racha del PT, ganó las elecciones y armó un gobierno conservador, muy apoyado por el empresariado, con agenda abiertamente antiderechos y desmantelador de lo poco que quedaba de políticas sociales.
¿Qué pasa con Lula?
Hoy, cuando Lula da Silva fue electo por una cerrada mayoría para un nuevo periodo presidencia en Brasil (2023-2025), mucho de la política fiscal y los derechos humanos de ese país está en juego:
En campaña, Lula prometió que haría todo lo posible por derrumbar la norma que congeló el presupuesto público. Esto podría significar una gran conversación nacional sobre cómo hacer un cambio y la posibilidad de tener un nuevo régimen fiscal basado en principios de derechos humanos, como los que propone nuestra Iniciativa. De hecho, hace unas semanas pudimos entregarle nuestros Principios y Directrices al equipo que se encargó de la política económica en la campaña de Lula.
Ahora bien, la sociedad civil de Brasil tendrá que seguir una intensa lucha por transparentar el presupuesto público que, sin planeación, el gobierno de Bolsonaro entregó a los diputados que lo apoyaron para hacer gastos en sus municipios. A estas maniobras las llaman “presupuesto secreto” y las organizaciones esperan que el poder constitucional pueda detenerlas, con mayores probabilidades en un gobierno de Lula, dice Livi Gervase, también de nuestra organización aliada Inesc.
Por último, las últimas decisiones en materia fiscal que se han tomado en los últimos años en Brasil le han quitado espacio de lucha a la sociedad civil de ese país que promueve la justicia social y los derechos humanos. Sin embargo, aún queda una oportunidad: en 2023 se discutirá el plan plurianual, que será la principal pieza de planeación presupuestal para los próximos cuatro años.
“Hay que hacer incidencia para que el plan plurianual sea participativo, cuente con demandas para enfrentar la crisis y asegure que las prioridades sean garantizar planeación en las políticas públicas para que el presupuesto público no sea malgastado”, concluye Gervase.